aquí comienza Amarar…

Amarar en Porto Matanzas

 I

Fernando Tamiz desciende del ómnibus en medio de un gentío sudoroso, que se desplaza en  perfecta simetría detrás del impasible controlador de viajes.

Cae la tarde y el  espejismo de grises desdobla las figuras, entremezcla sombras y rostros  crispados, como  si fuesen mascaras agrietadas  al borde de las lagrimas. El viajero descifra los ruidos, algunas voces airadas venden, o reclaman cupones para partir.

Una mujer  se cuelga del brazo de Tamiz y le suplica un pasaje. El simple contacto de esa  piel  provoca escalofríos en el viajero, quien estremecido por el largo desplazamiento en ómnibus destartalados, sobre rutas sinuosas y repletas de baches, cae en la pesadilla de la terminal de pueblo, negra de hollín, bajo un techo de tejas plateadas, sacudido por la multitud desesperada que pulula y enturbia identidades.

 La angustia  desencaja el rostro de la mujer que tira con dificultad dos cajas de madera,  groseramente acordeladas. Tiene los ojos rojizos, como si hubiese fumado campanillas para la tos que sacude su  cuerpo redondo, fláccido y del que penden los enormes senos cual fruta-bombas marchitas. La señora  arrastra la carga apoyándose en   las pantorrillas, al parecer desde hace mucho,  pues sus piernas se han coloreado  de un azul negruzco.

Sin detenerse, Tamiz rebusca en los bolsillos y le extiende un  cartón. Con la punta de los dedos índice y pulgar deja caer al vacío el codiciado papel, que sobrevuela un instante y desciende a la suciedad del piso de granito.

_ Gracias, muchas gracias   _escucha a su espalda.

La mujer suspira mientras abre  el papelucho donde  lee, en pequeños caracteres: “Herr Dios, Herr Lucifer, cuídese, cuídese, de las cenizas resucito, con mi pelo rojo, y devoro a los hombres como el viento

Relee el texto chasqueando la lengua; ensaya de encontrar  sentido a las palabras. Sus ojos se aferran a las líneas que se desvanecen. Está demasiado cansada para reaccionar, sabe, por instinto, que  vienen de estafarle la esperanza.

 “Morir es como un arte y como todo lo demás lo hago excepcionalmente bien. Lo hago tan bien como si estuviera en el infierno. Lo hago para que parezca real. Podría usted decir que tengo un don

Al final, sobre las iniciales SP, la mujer tuerce los labios,  baja los brazos desamparada, abandona el equipaje y persigue  con la  mirada a Tamiz, quien intenta desnudarse de la muchedumbre.

“Berraco, berraco de basura”_ grita e inmediatamente emprende una rarísima mímica: gira la cintura a la derecha, luego  hacia la izquierda, mientras bailotea los hombros y alarga el cuello en busca del cielo. Estremece su rizado pelo durante segundos interminables, batuqueando la cabeza con frenesí.  Extiende un brazo hacia las nueve y el otro a las y cuarto, palmas al cielo; chasquea los dedos; vira los ojos en blanco e inmediatamente dirige una mirada desafiante a la muchedumbre.

No encuentra quien  sostenga su  cólera, y guarda la cuota de adrenalina  en  un golpe de pie, mientras posa sus manos en las caderas. “Como todos… me destruyen la vida”_se lamenta, en voz alta,  sentada  sobre las cajas en madera.

   Ajena al frenético grupo escucha  el murmullo del vaso de agua con azúcar que entretiene su vientre desde el amanecer.

“Ojala te pierdas”_maldice en dirección al  hombre que escapa de la plazoleta.

Morir es  un arte y como todo lo demás lo hago excepcionalmente bien”_ repite sin cesar, en cadencia con el tren de pasajeros que se aproxima: “como todo…lo hago más que bien”. Súbitamente se levanta, respira una enorme bocanada de aire  y se lanza a los rieles

Justo un chirrido de ruedas oxidadas, el sonido de un coco que cae abruptamente  y el aleteo de palomas.  De un golpe seco,  el silencio se apodera de la Terminal.

Desde  la acera del frente, Fernando, extrañado de la calma, mira la multitud, que durante  segundos parece colapsada y súbitamente renace con furia. Aumenta el estruendo, se intensifican los alaridos,  las siluetas corren en todas direcciones. El andén asemeja el  patio de un hospicio de alienados.

Fernando, completamente despistado, cree que llega el tren,  y apaga el ensordecedor ruido al doblar la esquina.

Saca del bolsillo un mapa amarillo que  desdobla con cuidado.  La carta está recubierta de anotaciones,  manchas de tinta, roturas, y es de poco consuelo para el golpe de ojo…

Estación de los Ferrocarriles Unidos de Matanzas